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© Esther Sorribas

Volví a tocar la herida infantil y sentí frustración, abandono, tristeza, dolor…

Toqué algo muy profundo. Me acordé de mi infancia, de la soledad que me rodeó en muchos momentos…

Me abrí a toda esta emoción, y lo sentí muy grande en mi corazón.
Y después…, después toqué el amor.

Sucedió que el dolor me llamó a gritos. Y quien gritaba era la niña que yo fui. Me paré. Escuché. Le tendí la mano. La abracé. Surgió amor.

Supe de nuevo que si me abro al dolor, me abro al amor, porqué me abro al corazón y el corazón es amor.

Que cuando toco la herida, se abre un camino.

Y que yo puedo escojer darme la vuelta o recorrer ese camino que se abre ante mí.

Si me doy la vuelta, interrumpo la experiencia y dejo que esa herida viva en mí, escondida en algún lugar, en forma de enfermedad, sufrimiento, malestar, culpa, depresión… La herida no desaparecerá, sinó que adoptará una forma de estar en mí.

Si recorro ese camino, vivo la experiencia, atiendo la herida, la escucho, la abrazo y me doy la oportunidad de sanarla.
Si recorro ese camino…llego a un lugar lleno de luz, compasión, comprensión, perdón y amor. Allí puedo reposar y encontrarme, saber que todo está bien, que no hay nada que hacer, sólo ser y estar.

Aquí van unas palabras  de Joan Garriga que me llegaron especialmente extraídas del recomendable libro Vivir en el alma.

…si somos capaces de soportar el dolor y mantenernos en él, también nos mantenemos en contacto con el amor, ya que dolor y amor son dos caras de la misma moneda, combustible del mismo octonaje. El contacto con el dolor mantiene abiertos los corazones.

 

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